Al parecer, Lorca nunca estuvo bajo el suelo al que hemos peregrinado durante años, en ese atardecer de agosto que se volvía de pronto triste. Poéticamente lo sabíamos: los sonidos de ese lugar jugaban al escondite con nosotros, se encendían las chicharras y los grillos, cambiaba la luz y un pequeño soplo de viento entre los árboles cercanos parecía jugar al escondite con el recuerdo de Lorca.
Pero no nos hagamos trampas en el solitario de la memoria histórica. La necesidad de encontrar los cuerpos no es sino una débil compensación que apenas repara 40 años de censura de la dictadura y 30 años de dulce olvido de la democracia.
No nos engañemos. Estamos buscando huesos porque no hemos sido capaces de esclarecer la historia. Estamos recontando esqueletos y calaveras, porque nos consuela dignificar la muerte injusta de tantas personas pero -aunque es un ejercicio necesario, de cierre de heridas, de poner fin al dolor de sus cuerpos abandonados-, esto no nos acerca a la verdad, ni desvela a los que cometieron el crimen.
Especialmente en los casos de fusilamiento, la verdad no está en la cuneta, en la tapia del cementerio o en el barranco. Los verdaderos asesinos, los cómplices y los delatores no están presentes. A la luz del amanecer, o frente a las luces desenfocadas, sólo hay cuatro desgraciados, embrutecidos por el vino, el miedo o el rencor que disparan un puñado de balas resplandecientes. Los verdaderos asesinos no han pisado nunca la escena del crimen.
En el caso de Lorca, si hubiésemos encontrado el cuerpo, sólo nos podría dar un ínfimo testimonio sobre la forma en que murió, pero en ningún caso aclararía el enigma de quién decidió la muerte del poeta, con quién consultó, qué querían obtener en los varios días de interrogatorios en el Gobierno Civil, quién lo delató y todo un sinfín de interrogantes sobre su asesinato.
El interés por encontrar el cuerpo contrasta con la falta de interés oficial por encontrar la verdad. En nuestro país, en nuestra modélica transición, no se ha puesto en marcha una sola Comisión de la Verdad que -tal como han hecho en algunos países latinoamericanos- esclareciera los hechos, incluso aunque no derivara responsabilidades penales. En el caso de Federico García Lorca la ausencia de una investigación oficial sobre su muerte ha sido cubierta por hispanistas, filólogos e historiadores que han actuado sobre las escasas fuentes disponibles. Me horroriza que la derecha se frote las manos y califique la ausencia del cadáver como el fracaso de la memoria histórica.
Todo lo contrario, sólo ha puesto de relieve que los mecanismos contra la desmemoria y el miedo han sido demasiado escasos y tardíos.
Me pregunto si no es el momento de abrir realmente el caso García Lorca con todas sus implicaciones. Alentar una investigación desde todas las disciplinas que nos aclare la muerte del poeta más internacional de nuestra historia, para acabar con la vergüenza de no saber quién ordenó su muerte y cuáles fueron las razones. Cada cinco minutos se interpreta una obra de teatro de Lorca en el mundo, cada día se venden miles de ejemplares de su obra. Es posible que sea el poeta que ha llegado de forma más eficaz a nuestro inconsciente y al que comprendemos, de forma íntima y total, sin entender del todo.
Mientras tanto, Lorca juega al escondite con nosotros. Tantas veces nos habló de las dos muertes: la esencial, telúrica, unida a la tierra, al grito, a la sangre derramada y la muerte urbana, hecha de olvido, de insomnio, de deshumanización del dolor. Parece decirnos: "Todavía no, quizá más tarde" o como escribió en Bodas de Sangre: "Yo haré con mi sueño una fría paloma de marfil que lleve camelias de escarcha sobre el camposanto. Pero no camposanto, no. Camposanto, no. Lechos de tierra. No quiero ver a nadie. La tierra y yo".
CONCHA CABALLERO
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