Hace algún tiempo podían distinguirse en el PP dos sectores políticos más o menos diferenciados. Uno, el ultramontano, que había llegado a la conclusión de que la única forma de retornar al poder consiste en mantener con insistencia un discurso duro, capaz de generar un feroz enfrentamiento social y una insoportable crispación política. Es el sector de la derecha española que considera que el poder le pertenece por derecho natural y que piensa, como Álvarez Cascos, que los gobiernos socialistas son una anomalía en la historia de España y añora el discurso rupturista de Aznar y de su entorno, convencido de que en España sólo se producen cambios políticos en medio de una gran crispación social.
En contraste con esa posición, existía en el PP, o eso parecía, una corriente de dirigentes conservadores, entre los que se solía situar a Rajoy y a su equipo o a personajes emergentes como Feijóo, que consideraba que la alternancia debe producirse desde una oposición firme y exigente pero basada en los valores comunes de la convivencia y la Constitución. Dichos dirigentes reconocían que el Partido Popular se había alejado de la moderación. Denunciaban alarmados que, debido a la actuación de algunos jerarcas históricos, el PP aparecía -y aparece todavía- ante la ciudadanía como el heredero nostálgico de un régimen detestable; propugnaban la aconfesionalidad del Estado y se oponían a la anacrónica pretensión de la Iglesia Católica de trasladar el derecho canónico a normas de derecho común. Deploraban, además, el estéril aislamiento político de su partido y proponían acuerdos con el resto de las fuerzas parlamentarias en temas que afectasen a la estructura básica del Estado. Y descartaban el recurso a la crispación, incluso para la defensa de posiciones antagónicas y, desde luego, como método para producir cambios políticos en el país.
¿Podría afirmar alguien que en el PP, luchas por el poder aparte, existen hoy esas dos tendencias diferenciadas? De ninguna manera. Los dirigentes moderados han sido marginados y los que como Rajoy y Feijóo permanecen han asumido las tesis del sector más duro del partido, han desempolvado la política de destrucción del adversario y se muestran dispuestos a todo con tal de recuperar el poder. Es lo que ha hecho, sin el más mínimo pudor democrático, Núñez Feijóo en las elecciones autonómicas de hace un año, protagonizando la campaña más sucia que se recuerda en Galicia, basada en mentiras, difamaciones e insidiosas insinuaciones con el fin de descalificar política y moralmente a sus oponentes. Y es lo que sigue practicando desde que alcanzó la presidencia de la Xunta, tanto en Galicia como en el intenso apostolado que desarrolla por las diversas tierras de España. Y eso mismo es a lo que se dedica Rajoy cuando no sólo descalifica al Gobierno y a su presidente con insultos e infamias inéditas en los países de nuestro entorno, sino a cualquier persona o institución del Estado que no comparta sus delirantes análisis o constituya un obstáculo para sus ansias de poder, sin importarle lo más mínimo las devastadoras consecuencias que para la democracia y el prestigio exterior de España comportan sus irresponsables decisiones.
Les guste o no, Rajoy, Feijóo, Arenas, De Cospedal y compañía han renunciado a un proyecto político propio, si es que lo tuvieron alguna vez, y han asumido, con todas las consecuencias, los análisis y la estrategia que el aznarismo había definido desde el 14-M de 2004, tras su derrota electoral, y el acceso de Zapatero al poder. Cada vez que hablan estos líderes políticos o sus portavoces mediáticos sólo se escuchan análisis apocalípticos, soflamas incendiarias o terribles anatemas. Pero resulta imposible advertir en sus proclamas siquiera indicios de una alternativa política coherente. Ahora bien, Rajoy y Núñez Feijóo han de saber que en política es necesario que exista correspondencia entre medios y fines; de lo contrario, es legítimo pensar que éstos no son precisamente los que se proclaman. Y han de saber también que el "cuanto peor, mejor", al que parecen haberse adherido, no ha sido nunca una divisa democrática.
ANXO GUERREIRO
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