Es asombrosa la resistencia que en ocasiones encuentra la realidad para abrirse paso entre una maraña de prejuicios bien asentados socialmente. Muy recientemente hemos podido comprobar de nuevo la precisión con que funciona ese diabólico mecanismo social. En efecto, cuando Rosa Díez considera sin el más mínimo rubor que el término gallego tiene connotaciones peyorativas, continúa, haciendo gala de una irresponsabilidad impropia del cargo público que ocupa, una larga e inaceptable tradición cuyos antecedentes se encuentran ya en determinados autores del Siglo de Oro. Claro que cuando Rosa Díez contesta a las generalizadas y justificadas protestas de la ciudadanía a sus insultos afirmando que aquéllas responden a la intolerancia, al complejo de inferioridad o a la perturbación nacionalista no sólo se hace eco de trasnochados prejuicios, sino que nos propone una rancia idea de España basada en la vuelta a viejas concepciones, precisamente a las que superamos hace 32 años a través de la vigente Constitución.
Por desgracia, los dislates de este inefable personaje, que tiene serias dificultades para distinguir la línea que separa la autoestima del narcisismo, no son una excepción. En mi relación con los numerosos analistas y periodistas que con motivo de las campañas electorales desembarcan periódicamente en Galicia, he tenido que soportar -aunque no pasivamente, como comprenderán los lectores que me conocen- la repetición ad nauseam de todos los tópicos que describen a Galicia como una tierra mágica, poblada de gentes extravagantes y melancólicas con una tendencia irrefrenable a la pasividad, sin confianza en sí misma e incapaz de resistir ante la adversidad.
Ninguna de éstas gentes parece recordar las grandes luchas obreras -especialmente en Ferrol y Vigo- que en 1972 situaron a nuestra tierra en vanguardia de la lucha contra la dictadura y por las libertades democráticas. De nada parece haber servido el heroico combate de nuestros marineros afrontando en solitario la llegada de la marea negra, ni la impresionante respuesta cívica de nuestra sociedad ante la catástrofe del Prestige. No parece que la masiva y contundente reacción de la ciudadanía gallega en defensa de nuestra lengua y de nuestra cultura ante las agresiones de que es objeto pueda calificarse precisamente de mansedumbre o de inerte entrega a la voluntad ajena. Tampoco estos avezados analistas parecen conocer todavía las radicales transformaciones estructurales operadas en nuestro país, que han convertido a nuestra economía, particularmente la industrial, en una de las más dinámicas de España.
Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito. Pero nada de esto parece tener importancia. Para los insignes observadores madrileños de nuestra realidad, seguimos siendo la Galicia conservadora, cansada y resignada que, en términos lacerantes, habían dibujado Unamuno y Ortega hace aproximadamente un siglo. Así, con motivo de las diversas consultas electorales vuelven a aparecer sistemáticamente las acusaciones de clientelismo en relación con el voto de la diáspora. Es cierto que ese voto no tiene las mismas garantías que el que se emite en el interior del país. Yo mismo pude comprobarlo en 2001 en reuniones mantenidas con los cónsules de España en Buenos Aires, Salvador de Bahía o Zúrich. Pero esta indiscutible anomalía en nuestra democracia no es una peculiaridad gallega, sino la inevitable consecuencia del sistema electoral vigente en España que, desde luego, reclama a gritos una urgente y profunda reforma. La diferencia entre Galicia y el resto de España no reside en la forma en que votan los emigrantes -la misma en todo el territorio del Estado- , sino en el drama -éste sí plenamente gallego- que significa tener todavía a decenas de miles de conciudadanos esparcidos por el mundo. ¿Se imaginan ustedes lo que habrían dicho de nosotros si en Galicia se hubiese producido la chapuza antidemocrática que tuvo lugar hace siete años en la Asamblea de la Comunidad de Madrid, en la que fue preciso repetir unas elecciones debido a la felonía de dos diputados convenientemente incentivados por las tramas corruptas que allí operan ? No quiero ni pensarlo.
Pero desgraciadamente, durante muchos años todavía tendremos que recordar con indeseable frecuencia la frase que hace ya muchos años pronunció el personaje de Dürrenmatt: "¡Qué tiempos estos en los que hay que luchar por lo que es evidente!".
ANXO GUERREIRO
....durante muchos años todavía tendremos que recordar con indeseable frecuencia la frase que hace ya muchos años pronunció el personaje de Dürrenmatt: "¡Qué tiempos estos en los que hay que luchar por lo que es evidente!".
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