La rebelión del 34 la empezó un 4 de octubre, hace 75 años, el máximo dirigente del PSOE y de la UGT Largo Caballero, al convocar una huelga general revolucionaria cuando se hizo efectiva la entrada de ministros de la CEDA en el Gobierno conservador republicano, y la terminó el dirigente socialista asturiano Belarmino Tomás dos semanas después, al firmar la capitulación de los sublevados.
Pero la rebelión de octubre también la empezó Gil Robles, el máximo dirigente de la CEDA, con la manifestación patriótica –por Dios y por España– convocada en Covadonga un mes antes, y la terminaron Franco y los mercenarios africanos venidos con el “comandantín” –así le llamaban en Asturias– con la toma de Oviedo, donde los mineros habían resistido el asedio del Ejército y de la aviación durante dos interminables semanas esperando que el resto de España también se sublevase.
Pero no se sublevó. Salvo la proclamación por una horas de la República Independiente de Catalunya, algún foco de resistencia en Madrid, en Vizcaya y en las zonas mineras de León, la huelga fue un gran fracaso. Los ministros de la CEDA siguieron en el Gobierno; uno de ellos, M. Jiménez Fernández, acabó siendo profesor y maestro de Felipe González en la Universidad de Sevilla. Se cerró así el ciclo de una sublevación que, según declaró el máximo dirigente asturiano, González Peña, ante el tribunal que lo condenó a muerte, fue una “gesta heroica” hecha “con absoluto idealismo”.
La rebelión fue hecha, en efecto, con absoluto idealismo para que otro mundo mejor fuera posible. Pero también se llevó a cabo con absoluta ceguera histórica, porque el inevitable fracaso de una sublevación muy mal preparada iba a debilitar al movimiento obrero, a las fuerzas de izquierda y a la propia República, y por otra parte daba alas a la reacción, que convirtió la insurrección en la justificación del golpe de Estado de 1936.
Claro que pretender homologar, como han hecho el franquismo y después el PP y sus epígonos, la rebelión del 34 con el golpe del 36 es un sarcasmo histórico, porque, más allá del asalto a la legalidad constitucional, la insurrección pretendía impulsar la república social frente a la política de “rectificación” de las derechas; porque la primera aspiraba a detener el ascenso del fascismo que ya cabalgaba por Europa, y en el 36 se trataba de imponerlo a la fuerza; porque, en fin, unos se proponían profundizar en la democracia republicana, mientras los alzados en el 36 trataban de destruirla.
Que la “rectificación” de la República desde la victoria de las derechas en las elecciones de noviembre del 33 era un hecho y que la entrada de los monárquicos de Gil Robles en el Gobierno constituía una provocación lo denunciaron todas las fuerzas republicanas, desde las conservadoras de Miguel Maura a las liberales dirigidas por Azaña, que declaró que “entregar el Gobierno de la República a sus enemigos es una traición”.
Todos los demócratas lo denunciaron, pero sólo los socialistas dirigidos por el radicalizado Caballero –que había desplazado a Besteiro de la dirección de la UGT– se lanzaron a una huelga revolucionaria, que en Asturias, empujada por la Alianza Obrera –UHP– y por unas organizaciones muy combativas y organizadas, cuajó en un movimiento insurreccional contra la injusticia social, el capitalismo burgués y hasta contra “los amos de la opinión”.
Así se lo explicaba un dirigente minero a un periodista belga que vivió en directo los acontecimientos –Mathieu Corman– poco antes del final del drama: “¿Por qué han hecho esta revolución?”, le pregunta Corman, a lo que el minero le contesta en francés: “Era una oportunidad para dar cuenta de un Gobierno odioso que, oprimiendo España para el mayor beneficio de unos privilegiados, impide a los trabajadores organizar el nuevo régimen social que permita a todos vivir dignamente”. Y sigue el corresponsal: “¿Su nuevo régimen podrán instaurarlo sin afectar a los principios de libertad a los que todas las democracias se atienen?”. A lo que, de nuevo en francés, le contesta el sublevado: “¡Libertad, democracia! Libertad para los amos de la opinión para envenenar las conciencias, gracias a lo cual las democracias son de su devoción… Usted sabe de sobra que los pueblos no piensan por sí mismos y que no escuchan sino a quienes tienen los medios de hacerse oír, a los que tienen los medios de hacer pasar por valores verdaderos, las verdades de pacotilla de los charlatanes que controlan la opinión gracias a su dinero”.
El minero le contestaba en francés porque las anteriores luchas sociales le dejaron sin trabajo y tuvo que exiliarse con otros muchos compañeros en Francia, donde había trabajado en las minas del norte y había aprendido a organizarse sindicalmente (de esa experiencia nació hace ahora un siglo el Sindicato Minero); esto es, que “la comuna asturiana” fue una “gesta heroica” llevada a cabo por obreros formados y conscientes, dispuestos a entregar su vida por un mundo mejor.
Tal como señala Corman en su libro testimonial, la rebelión de octubre “fue el movimiento obrero más importante desde la Revolución Rusa”. Pero aquellos idealistas de 1934 que quisieron tomar a la fuerza el cielo por asalto resultaron derrotados por los militares africanistas y por los aviones de la República, y fueron después acusados falsamente de las peores atrocidades y encerrados en distintas cárceles españolas.
Después serían liberados como héroes –y legitimados democráticamente– por los votos del Frente Popular que, bajo la bandera de la amnistía, arrolló en las elecciones de febrero del 36. Y si la Historia no fuera cruel y si las democracias occidentales hubieran ayudado a la República, tendrían –como deberían tener– un sitio de honor en la Historia de España.
Germán Ojeda es profesor titular de Historia Económica de España y América de la Universidad de Oviedo.
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